La separación: Un lúcido ajuste de cuentas con el pasado
Por: José Luis Cutello (Escritor y crítico literario).
Uno podría confeccionar una taxonomía de personajes literarios que se despabilan una mañana convertidos en otros o en otra cosa: desde La Bella Durmiente, aquella fantasía folklórica recopilada por los hermanos Grimm, hasta el caso más llamativo del siglo XX, el de un viajante de comercio llamado Gregorio Samsa que despertó transformado en un “monstruoso insecto”.
Como recordarán, Samsa era el único sostén de su familia y, tras la metamorfosis, el entorno se va degradando en términos económicos y morales: el padre pasa a cultivar un mal humor manifiesto contra su hijo porque no regresa al trabajo, su hermana Greta le teme y odia hasta intentar librarse de él y sólo su madre -amor de madre al fin- le profesa todavía cariño al monstruoso insecto aunque no consiga mirarlo sin colapsar. ¿Pero recuerdan ustedes cómo vive Gregorio su propia transformación? Sí, claro, con vergüenza, soledad y esa indefensión existencial tan notoria en los personajes de Franz Kafka.
Esta introducción nos sirve para agregar a otro personaje literario en esa hipotética clasificación: Lucía, la narradora y protagonista de La separación, la novela de Silvia Arazi recién publicada en España por Huso Editorial. “Miro dormir a un hombre que a partir de mañana será mi ex marido y que, probablemente, ya nunca volverá a dormir a mi lado”, comienza relatando en un tono potente que anticipa, como se revela en el acápite de la novela, que ninguna palabra en esta narración “es inocente”.
Desde el primer capítulo hasta el remate de la novela -un final sorprendente que abre la puerta a un nuevo salto al vacío de la protagonista-, Lucía elaborará un minucioso ajuste de cuentas con su familia y consigo misma. Y lo interesante de La separación es que no cae en el cliché de salir a responsabilizar del fracaso a quienes la rodean, empezando como es usual por el ex marido, Pedro, sino que desmenuza su situación y su pasado con un potente ojo clínico. Entonces, la narradora hace también una taxonomía de sus personajes y del personaje que ella misma es.
Para eso, necesitará alejarse en todo sentido de su ex esposo, física e intelectualmente (“No quiero saber qué piensa Pedro de mí”). Y desde esa lejanía, desde ese puesto de observación, comenzará a tejer parentescos sensibles: Pedro era, en cierto modo, parecido a su madre Pola, la versión más egocéntrica de la madrastra de La Bella Durmiente. Y también parecido a su hermana Miranda, quien comparte con Pola el intento de “opacar” a la protagonista. En cambio, su padre es un hombre débil que oculta un secreto inconfesable y que fue “aniquilado” por la madre. En este sentido, similar a Lucía, que se define como un ser solitario, débil y miedoso ante las innumerables posibilidades de futuro que afronta.
En esa introspección, que tiene mucho de regresión a la niñez y análisis psicológico, incluso en los momentos en que Lucía no está frente a su terapeuta (otro personaje fundamental en la narración), el lector se desliza suavemente, gracias a la prosa precisa y sin ambigüedades de Arazi, por espacios físicos y mentales que deconstruyen y reconstruyen al personaje principal con relación al matrimonio y, mucho más importante, en relación con la que fue mientras estaba casada, cuando miraba con desencanto la “extraña y ajena tierra de la adultez”.
Detrás de un relato aparentemente ingenuo, edificado por “la nostalgia anticipada” de la separación y la catarsis, la narradora desmonta a la Lucía anterior, la que se juzgaba a partir de la mirada de los demás, y empieza a percibirse de otra forma, con una mirada sin concesiones. Y así logra hacer el camino inverso al que se sentía predestinada durante el matrimonio: de “mariposa” a “oruga”.
Lo más interesante de este personaje, lo que hace tan querible a Lucía, es que no apunta con un dedo sobre los otros, sino que se incluye en ese andamiaje perverso que la llevó a sentirse tan sola: “Me pregunté cuántas caras secretas habíamos guardado el uno para el otro durante los años que vivimos juntos. Nos miramos unos minutos en silencio, serios, inmersos en una intensidad que los dos habíamos olvidado. Como si buscáramos tatuar en la memoria ese último instante del infierno que, en última instancia, era nuestro infierno. El único lugar que poseíamos y que ahora se apartaba de nosotros dejándonos exhaustos. Y tan solos».
Los quince años de matrimonio, con una hija como testigo concluyente, son repasados a partir de un poder de síntesis y de metáfora que se destaca del lugar común de los recién separados. Lucía admite sin disimulo que “lo extraña” a Pedro, pese a que lo normal en estos casos -y ella lo sabe- es que se hable “a medias” y se oiga “a medias”, como dice la narradora.
Como Gregorio Samsa, Lucía siente “extraño” aquello que la rodea (“El mundo entero parece reír a carcajadas cuando estamos tristes»). Inclusive le resulta extraña su terapeuta, quizá porque es una mujer que luce “orgullosa” el anillo de casada, y el propio psicoanálisis: “Una absurda costumbre argentina”. Claro que estas interpretaciones de la protagonista se dan no bien empieza a observar en los otros “una cara que nunca le había visto antes”. El derrumbe de nuestras rutinas, lo sabe la narradora con humor, es como la caída de “un ángel vencido. O como una mosca moribunda” y ella parece ser “más mosca que ángel, a decir verdad”. Un monstruoso insecto como Gregorio.
La novela, una reescritura de otro relato publicado como La música del adiós en 2004, tiene un lenguaje que envuelve al lector a partir de varias capas de sentido y de disparadores lingüísticos precisos que llevan hacia adelante la trama. Por ejemplo, Lucía señala que su ex marido era un hombre que “usaba sus palabras como un arma de guerra”, una estrategia que adquiere para apuntar luego contra su madre “hoy, devastada por los años y el alcohol”.
Es que, como ya indicamos, la frase de Abelardo Castillo en el acápite no es ingenua: ninguna palabra es inocente en La separación, ni siquiera cuando la narradora cita como al azar a su madre: “Pobre de mí, me salieron dos taradas”, dice Pola de Miranda y Lucía. Esa frase le servirá luego para reflexionar que no puede repetir “frases horribles que escuchamos en los padres horribles”.
Otro punto para destacar en esta novela es el ojo clínico de Arazi para las descripciones de personajes. No sólo en los personajes principales de la tragedia (porque al fin y al cabo Lucía vive la separación con la misma desdicha de los grandes héroes trágicos), sino incluso de los personajes que pasan como un suspiro: los clientes de la librería en la que trabaja o los hombre “casuales” que conoce. En estos instantes, Lucía luce una cierta maldad que también la describe. Para ella, Miranda tiene “los mismos ojos (que Pola), helados como la menta” o deja en claro que “odia hablar del tamaño de los egos y los pitos de los hombres”.
La separación, digámoslo ya, es una gran novela que se desarrolla a partir de una instancia de fractura: el matrimonio como un “monstruo de dos cabezas”, los sueños perdidos por una mujer de mediana edad, los recuerdos de “exiguos momentos de felicidad a los que nos aferrábamos con los ojos cerrados”. De todos modos, el lector debe estar atento a uno de los principios de la novela: “las palabras suelen ser mentirosas”.
Porque Lucía más que la Bella Durmiente es la Cenicienta que pasó de mariposa a oruga y busca el camino de retorno, tal vez una cenicienta apabullada por las contradicciones de la postmodernidad o la maldición de una gitana en un shopping. Una historia que así enumerada por este crítico parece trivial pero cuyo argumento se apoya firmemente en las bases de una tragedia: amanecer y ser otro, otra cosa.