Ser gato, ser La niña del salto
Por: Susana Maroto
Sobre La niña del salto (Ediciones Carena, 2018), la nueva novela de Edgar Borges (Caracas, 1966), se han escrito unas cuantas críticas. En mi caso, más que hablar del libro en su conjunto, quiero detenerme en un capítulo, el número 10, que el autor ha titulado “Ser gato”.
“Era poco menos de la una de la tarde cuando Dicxon salió de la habitación subiéndose la bragueta. Llevaba un simulacro de lujuria en la sonrisa, como si fuese un mediocre intérprete que sobreactuara sus bajezas . “Te espero en el bar, recuerda que hoy comienza el torneo, cocina algo rico” –dijo mientras cruzaba el pasillo rumbo a la calle. Antonia surgió del cuarto, dio dos pasos y recostó la cabeza en la puerta…”
Así comienza el referido capítulo, todo un dibujo de la tragedia de Antonia, la mujer que quiso ser poeta y terminó siendo prisionera del hastío representado por su marido y por el pueblo donde destinó su rutina. Antonia y su marido tienen una niña de siete años; en la historia no se dice el nombre de la pequeña, solo se sabe que en lugar de caminar salta y que sonríe cuando el padre no se encuentra en casa. La hija de Antonia y Dicxon es una de las pocas niñas de Santolaya, el pueblo donde ocurre la trama, si bien los personajes padecen una grave confusión espacio temporal, tema que el autor también explora con maestría en su novela de 2014, La ciclista de las soluciones imaginarias.
Dibujado parte del escenario argumental, lo que me llama la atención del brevísimo capítulo es que, en apenas dos páginas, el autor logra que Antonia vea su liberación a través de la aparición de un gato (¿o gata?, otra de las importantes ambigüedades de la obra: femenino o masculino, nacional o extranjero, Asturias o Madrid).
“De pronto el gato naranja salió sigiloso de la habitación de la niña. En el acto Antonia lo observó; el animal hizo lo mismo, detuvo su andar y se echó sobre sus patas. Mujer y gato se contemplaron durante un tiempo indeterminado. Aquel punto de observación se convirtió en el único espacio existente para las dos miradas. A la mujer le llamó la atención el detenimiento del gato; llegar y echarse para no hacer nada. Entre cerrar y abrir los ojos, medio mover las orejas, el hocico, los bigotes; el suave movimiento de cola. La entrega al reposo; el desprendimiento. Ser naturaleza.”
A lo largo de 224 páginas, Antonia vive atrapada en un laberinto, a través de un torneo de póker su marido logró establecer las reglas diarias del pueblo. El pueblo vivía según su mirada. En ocasiones la mujer sintoniza con la sonrisa y los saltos de la niña, pero solo en este capítulo ella logra liberarse conectando su existencia a la del felino.
“Antonia deseó frotar su cara contra el pelaje del visitante; y aunque no lo hizo, lo sintió. Era suave, muy suave, y transmitía sensaciones cercanas a la duración. Quietud, soledad, silencio, un salto con rebote. La irrupción de una gaita asturiana; el llamado de los árboles, el sentido del aire. Cerrar los ojos y perderse en el lugar de las no obligaciones. Escabullirse de las geografías, de las historias, de las palabras, de los nombres”.
Con razón la actriz Mamen Camacho (imagen de la cubierta) dijo que la lectura de La niña del salto “la había embriagado”, pues es mérito de esta novela el logro de efectos posteriores a su conclusión. Al terminar de leer el capítulo “Ser gato” quedé impregnada de una serie de sensaciones difíciles de describir. El libro en su totalidad es una obra cargada de poderosos simbolismos, un viaje sensitivo al mundo interior de una mujer. No dudaría en afirmar que La niña del salto será una de las novelas inolvidables que nos dejará el año 2018.
“La mujer liberó la piel, el rostro, la boca, las manos, el vientre; la mordedura de los años. Recuperó el cuerpo y lo abandonó. Se dejó llevar por el sentido sereno de la existencia. Dejó de ser ella. Fue gato.”