Guillermo Sánchez: “La Inquisición es uno de los capítulos más lamentables de la historia de Sevilla”
El autor nos habla sobre 'La Levitación'
Guillermo Sánchez es un reconocido periodista sevillano nacido en 1960. De larga y exitosa trayectoria profesional, puede además añadir a su hoja de servicios la publicación de tres novelas. Efectivamente, en su faceta de escritor ha escrito las obras Y la Macarena se vistió de luto, Lluvia de almendras y La Levitación (Ediciones Alfar), sobre la que amablemente ha hablado con Gatrópolis.
La Levitación es un sugerente título que invita a sumergirte en la novela; no obstante, una vez en ella, el lector comprueba que hay otras muchas cuestiones ajenas al que podría ser el tema principal. Es muy importante que el título no nos descubra todo lo que hay dentro, ¿verdad?
Sí. La Levitación es el origen. La literatura tiene la facultad de hacer posible cosas que a los ojos de la persona no lo son. Y la levitación me parecía un fenómeno natural que se puede hacer; es difícil de comprender pero que incluso la religión la entiende, hasta la católica.
¿Dónde hay que buscar el origen de La Levitación?
Tengo que reconocer que hay algo de autobiográfico en la novela. Yo, de pequeño, en los Salesianos de la Trinidad, cuando tenía apenas nueve años, quería hacer milagros. Y durante varios días iba a la capilla de María Auxiliadora e intentaba hacer eso que los sacerdotes nos decían en sus clases de religión que era posible: poder levitar. Y lo que intentaba era abstraerme para levitar. Evidentemente, nunca pude levantarme ni un palmo del suelo (risas). Pero quise hacer posible un sueño de niño. Y a través de la literatura he querido hacer aquello en lo que grandes místicos del siglo XVII creían, por medio de los arrogamientos místicos y del éxtasis espiritual.
¿De dónde vienen tus fuentes para dar forma a la trama?
Me ha ayudado mucho el haber conocido a un historiador, haber leído mucho de él, como Antonio Domínguez Ortiz. Él contaba la historia de la Congregación de la Granada, que se reunía a los pies de la Giralda, que estaba avalada por el arzobispo de Sevilla de la época, que creía en el Dogma. De hecho, Bernardo de Toro y Mateo Vázquez de Leca son los dos elegidos por el Arzobispado para ir a Roma a conseguir la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción. Y que un escultor como Juan Martínez Montañés fuera perseguido por la Inquisición, con los argumentos que empleaba, para sospechar de él como un personaje místico y ajeno a la Iglesia por la perfección de sus tallas, fue lo definitivo. Aquello me fascinó tanto que seguí investigando. Antonio Domínguez Ortiz únicamente pudo conocer lo que ocurría en esa capilla de la Granada a través de la documentación que la Inquisición de Sevilla tenía con la de Toledo y la de Madrid. Toda la que hubo de Sevilla, de lo que declararon quienes fueron imputados, se perdió con las inundaciones. ¿Qué es lo que he intentado? Pues, un poco hacer ver que el infierno del historiador es el paraíso del fabulador. No existía la versión de la congregación; solo la de la Inquisición.
Martínez Montañés y Diego Velázquez son las dos figuras tangenciales de la novela
Guillermo Sánchez
Toparse con la Inquisición suponía un grave problema. Argumentaras lo que argumentaras, resultaba muy complicado poder escapar de ella. ¿Qué impresión tienes al respecto?
La Inquisición es uno de los capítulos más tristes y lamentables de la historia de Sevilla. Estamos hablando de una fábrica de miedo. Y la más importante que había en España y en el mundo. Por hechicero, por morisco, por judaizante… Te encerraban muchas veces por denuncias que tenían intereses partidarios, económicos… Otra de las cosas que me interesó vivir desde dentro es ese miedo, esa inquietud que podían sentir los miles de ciudadanos que pasaron por el castillo de San Jorge, por sus 26 cárceles secretas, con el hambre, los malos olores, el desconocimiento de la razón por la que estaban allí, de lo que iba a ser su futuro… También me interesó vivirlo a través del personaje de Juanelo.
Al hilo de lo que comentas, describes muy bien el miedo que siente Juanelo en el momento en que es detenido y conducido a San Jorge, temiendo lo peor…
Claro. A él lo hago miembro de la Congregación de la Granada. Y me parece una historia digna de una serie que podría durar tanto como generaciones pudieran existir en la humanidad. Porque esa congregación decía tener un secreto que la Inquisición nunca pudo arrancarle. Los seis del particular espíritu tenían que pasarse de generación en generación y conservar ese secreto hasta que llegara el momento de hacerlo público en el fin del mundo. Aquí hay para 18 series de televisión (risas).
Lo contradictorio era que la Inquisición persiguió a los defensores del dogma de la Inmaculada.
Ésa es de las grandes contradicciones. Son los dominicos quienes están detrás de la Santa Inquisición. Y llama mucho la atención que pudo haber un guerra porque ellos predicaban que no podía seguirse como dogma la Inmaculada Concepción, y el resto de órdenes religiosas estaban en contra de eso. El dogma fue proclamado en 1840 y dos sacerdotes, Bernardo de Toro y Vázquez de Leca, fracasan porque no consiguen que en Roma fuera reconocido. Y ese debate religioso fue de gran altura. Hoy en día, a nosotros nos costaría mucho entenderlo.
Describes en la novela una Sevilla convulsa…
Imagínate aquella salida de flotas en el Guadalquivir, el castillo de San Jorge, un quemadero en Tablada, un cementerio en el Porvenir, autos de fe en la plaza de San Francisco, y los personajes que pululaban por la ciudad. En la novela, todos los personajes llegan al extremo. Todos son trágicos. Pero es que quienes circulaban por la ciudad debían de serlo. Porque hablamos de aristócratas corruptos, de matones a sueldo, de pícaros, de marineros de futuro incierto… Creo que hacer una novela con los personajes que hay en el ambiente de la Sevilla del siglo XVII no tiene mucho mérito porque contiene en realidad y en historia todos los componentes de los condados míticos y todos los componentes de la realidad mágica de la literatura, de Comala de Juan Rulfo, o de la Argónida de Caballero Bonald.
Hablamos de una Sevilla que ya había perdido mucho de su esplendor anterior fruto del comercio. ¿Aquél ambiente que describes en La Levitación pudo haber sido consecuencia de ello?
Claro, claro. Estoy convencido de que la cultura, el folclore, la religiosidad, la manera de ser del sevillano viene de ahí. Somos hijos de la decadencia de Sevilla. Los buscadores de fortuna van desapareciendo, uno a uno. Con las inundaciones, con la pérdida de oportunidades. Y se quedan lo que muchas veces los rancios dicen, “aquí se quedan los cabales y los hijos de los cabales”. Y ese ciclo de decadencia termina con la epidemia de la peste de 1649. Se reduce la población de 120.000 habitantes a 60.000. Y ya, solo al final del siglo XIX y principios del XX, con la Exposición Iberoamericana del 29, se recupera. Perdimos las grandes oportunidades. Si quieres hablamos de las analogías. Sevilla desperdició la gran oportunidad de ser y de estar en el centro del mundo conocido. La gran oportunidad de convertirse, por ejemplo, en el gran fabricante de pólvora o de naos… El oro, la plata, pasaban como aves de paso, que llegaban a manos de los banqueros alemanes, genoveses… En parte he querido rescatar el humanismo de los personajes, de la imprenta de Bernardino Monroy. Los personajes que son de ficción, el párroco, el médico, el cura, tienen un sentido del humanismo que convendría recuperar en un sentido de la filantropía que hemos perdido entre tanta miseria, ante tanto cierres de orfanatos, de casas de caridad… Era la gente la que salía a la calle a abrir los brazos a los niños y a las mujeres que no tenían la posibilidad de tener un sustento. El humanismo que hemos perdido.
Me interesó vivir desde dentro ese miedo de los miles de ciudadanos que pasaron por el castillo de San Jorge
Guillermo Sánchez
Juan Martínez Montañés y Diego Velazquez ocupan un lugar relevante en la novela. ¿Por qué?
Me fascinaba siempre ese cuadro anacrónico en el que Martínez Montañés aparece viendo la salida del Señor de Pasión. Digo anacrónico porque parece que es de San Julián y no del convento de la Merced de donde sale por primera vez. Pero sí parece que él se sentaba en una silla de cadera de nogal para verlo salir. Martínez Montañés era ya una verdadera figura en la Semana Santa de Sevilla, como también empezaba a serlo, pero no en Sevilla, sino en Madrid, Diego Velázquez. Son las dos figuras tangenciales de la novela. Son dos personajes reales que me fascinan. Montañés por sus dos creaciones, que en mi opinión son las más relevantes, el Señor de Pasión y el Cristo de la Clemencia. Y de Diego Velázquez me gustan más sus cuadros de Sevilla. Se va a Madrid con 24 años pero deja una producción fabulosa. Aquellos cuadros de Vieja friendo huevos o, especialmente, de donde elijo como personaje, como modelo de Velázquez, en mi novela a Juanelo, El aguador de Sevilla; un cuadro maravilloso, tenebrista. Quería rendirles una especie de homenaje a esos dos ilustres artistas.
Haces un uso del vocabulario excelente, utilizando términos que ya no se utilizan.
Decía Menéndez Pidal que en el español se han perdido por el camino un millón de palabras. Y Juan Valera, quien me parece un personaje andaluz fascinante, no solo por Pepita Jiménez, que el problema que tiene escribir una novela histórica es la arqueología; es decir, que parece un trabajo digno casi de arqueólogo. Para mí fue una diversión. Me metí en legajos, porque mi hermandad, la Soledad de San Buenaventura, me encargó contar la historia de la cruz de guía que ha llevado durante muchos años. Y en medio de toda esa documentación, todas las palabras que encontraba que no conocía las apuntaba. Sobre todo de legajos, de herencias, etc. Y luego intenté descubrir, de más de un centenar de palabras, cuáles estaban muertas y cuáles moribundas, que se podrían rescatar. Descarté todas las muertas y me quedé con las moribundas para en el transcurso de la novela irlas metiendo en la historia. Comprendo que algunas palabras ya estén en desuso porque las mujeres ya no llevan prendedores de oropel ni los hombres jubones. Ya no pedimos una lebrada, o un letuario, que era el desayuno habitual, con mermelada en cáscaras de naranja. Pedimos dolalgial o aspirina en vez de flores de cantueso. Es normal que ya no se usen. Otras realmente reflejan precisión. Por ejemplo, los niños del siglo XVII se pegaban pasagonzalos en la nariz. A nosotros nos ha llegado la colleja, por detrás, y el sopapo, por delante. El pasagonzalo era un sopapo en la nariz. Es una palabra que se ha perdido. Considero un poco romántico, caballeresco, la recuperación de todas esas palabras.