'Víctor del Árbol: “La génesis de ‘El hijo del padre’ está en el hecho de ponerme en paz conmigo mismo”'

El hijo del padre (Ediciones Destino) es un thriller cuyo prometedor título nos lleva a una obra dramática. Conforme se desarrolla la historia, te atrapa en una espiral de constantes tramas que se van abriendo para presentarle al lector una ambiciosa novela desarrollada entre los caóticos años de la primera mitad del pasado siglo XX y el 2010, con verdades ocultas, mentiras dolorosas, amores impuros y rencores que no terminan de extinguirse. La trayectoria vital de una modesta familia, los Martín, se cruza con la de un cacique, don Benito Patriota,  que escenificará la metáfora de odios y traiciones de la España de preguerra y posguerra que flanquean el trienio cainita de la guerra civil. Pero como se puede comprobar durante la lectura, El hijo del padre no es sólo eso, es mucho más.

Víctor del Árbol: “La génesis de El hijo del padre está en el hecho de ponerme en paz conmigo mismo”
Fotografía de Andrea del Zapatero

El hijo del padre es un thriller con una carga emocional y dramática enorme, que toca muchos temas, desde la ausencia emocional, que no física, de un padre; de la Verdad; la enfermedad mental; de esa deshumanización que existe en el mundo y en España en la primera mitad del pasado siglo… ¿Cómo y por qué nace la necesidad de crear una historia tan intensa e incluso dura? ¿Cómo se ha desarrollado la trama, sobre un plan previo o con momentos de improvisación?

En realidad, todos los autores elaboramos una especie de tesis de por qué, cómo y cuándo escribimos la novela. Porque pienso que nos cuesta reconocer la parte instintiva que tiene este proceso de escribir una novela como ésta. Y a mí me gusta precisamente reivindicar esa libertad del creador que funciona por instinto. Las novelas como ésta, que es muy fuerte, que tiene una carga emocional muy poderosa, nacen en un momento en el que ni siquiera el autor es consciente. Tengo la sensación de que esta novela lleva muchos años germinando en mi subconsciente. Y no me he dado cuenta hasta que he visto salir ese brote. Porque al acabarla, al terminar de escribirla, me he dado cuenta de que hay partes de otras muchas novelas que he escrito, que están aquí, Un millón de gotas, Antes de los años terribles… De alguna manera, yo me iba acercando, con titubeos, con miedo, con autocensura… a esa historia del hijo con su padre. Hasta que al final, en un momento determinado de la vida, uno decide dejar de autocensurarse, de tener miedo, y decide ponerse en paz con lo que es; aceptar lo que es y escribir esta historia. Para mí tiene un sentido fundamental porque es mi novela más personal. Dijo bromeando y en serio que es la novela más Víctor del Árbol que he escrito. Y eso que parece tan evidente no lo es porque aquí es donde más he utilizado mi propio bagaje personal, mis recuerdos, esa fuente de la que todo autor se nutre, que es uno mismo. Pero esta vez sin tanto engranaje de tramas, de tensión narrativa. Porque a pesar de que, como dices, esto se vende como un thriller, ésta no deja de ser una etiqueta. Al final, el hecho de que Diego Martín, el protagonista, haya matado a una persona, a Martin Pearce, no deja de ser el punto de partida para hablar de otra cosa mucho más importante: qué es la Verdad, cómo la construimos y para qué nos sirve. Tanto la verdad personal como la verdad colectiva. Así, la génesis de esta novela está en el hecho de ponerme en paz conmigo mismo; no para ponerme en paz, sino el hecho de saber ya quién soy. He escrito de esta manera porque soy un hombre, ya no soy un niño.

La novela comienza con una intensidad muy alta, reconociendo Diego Martín que ha matado a una persona, y acaba con un nivel igual de intenso, con otra confesión…

…la de su padre sobre él…

Sí, pero lo mejor es que el hecho de conocer algo tan fuerte al inicio no le quita interés al lector por saber qué viene después.

Me parecía muy interesante esa idea. ¿Cómo puede ser que Diego Martín, del que al principio, evidentemente, no sabemos nada, confiese, en la primera línea, que ha matado a una persona, un chico de 24 años, pero que aun así se niegue a explicar por qué lo ha hecho? Mata a un hombre, llama a la policía, se entrega, y ni jueces ni abogados ni fiscales ni médicos forenses consiguen arrancarle una sola palabra sobre las razones por las que ha matado a este chico. Decide voluntariamente escribir una carta, esta carta que es la novela, que se trata de una confesión a alguien de quien el lector tampoco sabe nada. Porque no sabemos todavía a quién va dirigida. Y lo curioso es que a través de esa confesión, en realidad, lo que estamos haciendo es revisitar, mediante la memoria y los recuerdos subjetivos del personaje, la historia de toda una saga familiar.  Que va desde principios del siglo XX hasta el año 2010, que es cuando él confiesa el crimen. Y esa es la parte interesante de la novela. Claro, el thriller o la novela de género negro lo que haría es centrarse en la trama, en la tensión narrativa entre Martin Pearce y Diego Martín, de víctima y verdugo, pero enseguida nos damos cuenta de que este hombre nos está hablando de otra cosa.

El hijo del padre (Víctor del Árbol, 2021)

Del drama humano, ¿verdad?

Sí, de su propio drama. Del drama de una persona que ha crecido dejando atrás sus raíces, en un entorno en el que no es capaz de entender ni de conectar con su padre, con una generación que viene de la España rural, de Extremadura, que no tiene ninguna capacidad de mostrar afecto. Porque el afecto se demuestra a través de las acciones pero no del cariño. Al final acabo sintiendo un profundo amor por Diego, porque te das cuenta de que sólo es un niño que está dentro del cuerpo de un adulto. Lo que ha estado buscando durante toda su vida es el cariño de un padre ausente. 

¿Qué ocurre con un escritor cuando acaba una novela con una carga emocional tan grande como  El hijo del padre? ¿Qué sentiste?

Paz. Paz. Paz, y entender muchas cosas. Una de las cosas que más me preocupan es la inevitable tendencia que tenemos a juzgar. A juzgarnos a nosotros mismos, a juzgar a los demás, a juzgar nuestro pasado. Parece que es como algo innato en nosotros. No podemos vivir de otra manera. Y te das cuenta de que la verdad es una cosa tan porosa, tan frágil, tan maleable, tan modificable que no puedes juzgarla. Lo único que puedes hacer es aceptarla. Cuando acabé de escribir El hijo del padre tuve la sensación de haber abierto mi álbum familiar y haberles prestado a los personajes esas fotografías para contar esa historia. Pero en realidad también estaba montando la mía. Eso es muy bonito en la ficción. Me parece muy buena la capacidad que tenemos los escritores de convertir lo anecdótico, la experiencia personal, en una experiencia universal. Eso es lo que hace la literatura, lo que hacen los escritores de la experiencia, que son los que más me gustan. Siempre he admirado la generosidad de grandes como John Steinbeck o Faulkner, que te explicaban esas grandes epopeyas, en las que como decías al principio, caben todos los temas. Porque nos importa todo. Nos interesa todo. Somos como niños curiosos que entramos en una pastelería y queremos probarlo todo. Me siento ese tipo de escritor. Y me he dejado llevar por esa generosidad, buscando en todo momento cómo convertirla en realidad. Es decir, cómo hacer reales a esos personajes. No en estereotipos literarios. Y para conseguirlo les he prestado partes de mí. 

El hijo del padre parte de Diego Martín pero se ramifica a través de una cantidad importante de personajes que incluso, por sí mismos, podrían protagonizar su propia historia, desde su abuelo Simón, pasando por su padre, y llegando a su hermana Liria, a su abuela Alma Virtudes, una mujer de la época, abnegada, soportando el peso de una sociedad patriarcal…

Sí, y Octavio, incluso… Yo parto del principio de que todas las historias merecen ser contadas. Y todas las memorias merecen tener el derecho de ser recordadas. Y no hay historia pequeña. Da igual lo que nos haya pasado. Da igual si nuestras vidas han sido extraordinarias; da igual, cada vida es extraordinaria por el hecho de existir. Y cada uno de nosotros busca una y otra vez su propia identidad, su propia voz, su ser… Ser uno mismo es imposible si uno no se pone en paz con los demás. Es decir, si uno no se pone en paz con sus otras memorias. Las que recuerda y las que no recuerda. Todos venimos de alguna parte. Esta novela es coral en este sentido. La memoria, el recuerdo, la verdad se van construyendo de una manera polifónica. Y el lector se da cuenta de eso. Empezamos con la verdad de Diego, pero los demás personajes, incluso el narrador omnisciente, van cuestionando esa verdad. Tú lo recuerdas de esta manera. Pero la verdad era esta otra. El lector va formándose su propio juicio. Mi esperanza es que al acabar la novela simplemente no tengas juicio que hacer. Sólo que hayas sido capaz de abandonar esa necesidad que tenemos, casi enfermiza, a juzgarlo todo. Porque juzgar significa que algo está bien y está mal. Y no es tan sencillo. La vida de las personas no es tan sencilla.

Víctor del Árbol: “La génesis de El hijo del padre está en el hecho de ponerme en paz conmigo mismo”
Fotografía de Andrea del Zapatero

Los personajes no son héroes al uso, pero sí héroes cotidianos.

Sí. Son héroes sin épica, que son los que me gustan a mí. Esta es una epopeya sin épica. ¿Por qué? Porque en la miseria no hay heroísmo. Hay la voluntad de sobrevivir, aunque sea heróica. Siempre he dicho que uno sólo es héroe a su pesar. Nadie es héroe voluntariamente, sólo los necios. Uno es héroe porque las circunstancias le obligan.

Ya de por sí, el título se presenta como una intrigante invitación a la lectura de la novela, que conforme se desarrolla deja entrever una oscura relación de odio pero a la vez amor entre el protagonista, Diego Martín, y su padre.

Lo tuve clarísimo. El hijo del padre, y no se habla de un hijo y un padre concretos. El hecho de que el nombre del padre no aparezca hasta el final es precisamente el resultado de esa universalidad que yo buscaba. Porque no es el padre de Diego Martín; es mi padre, es el tuyo… 

Fotografía de portada de Andrea del Zapatero.

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