'Ignacio Castro Rey: “Nunca habrá vacuna para el peligro de vivir”'

Por estos días, el filósofo gallego Ignacio Castro Rey es noticia por su libro Lluvia oblicua (Pre textos, 2020), un ensayo que nos invita a mojarnos de realidades verdaderas; una obra luminosa como pocas. En esta entrevista Castro Rey enfrenta temas de actualidad y deja frases difíciles de esquivar, para muestra la siguiente: “Esta sociedad no puede evitar frivolizarlo todo: ya hay mascarillas monísimas, a juego con la moda del verano”.

Texto de Santiago Romero.

Ignacio Castro Rey: “Nunca habrá vacuna para el peligro de vivir”

En su libro Lluvia oblicua se mantiene que vivimos adormecidos. ¿De qué debemos despertar?

De una cobertura política e informativa que nos impide sentir, vivir y pensar por cuenta propia. Es tal el número de supuestas «facilidades» sociales (espectaculares, tecnológicas, médicas, estatales) que nos invaden en tarifa plana, que ya se ha vuelto poco menos que imposible el peso de vivir. Y sin peso, no hay ninguna clase de vuelo. La aventura de existir nos está prohibida, de ahí el aire mudo de nuestros aspavientos. De ahí también que nuestro mundo se haya vuelto aburridísimo. Las mascarillas solo le han dado una forma explícita a este tedio silencioso.

¿La pandemia está reescribiendo las reglas del juego social?

¿La pandemia? ¿Cuál de ellas? Lo estrictamente médico, que nadie sabe en qué consiste, está indisolublemente enlazado con una pandemia informativa que nos hace imposible distinguir nada en medio de la hamburguesa de una alarma masiva, histérica y aplastante. Es posible que (salvo en Cataluña) este verano haya más muertos por ahogamiento en las playas, o por ingestión de jamón, que por coronavirus. Pero no importa, es necesario que la pandemia de la masificación siga. B. Gates y otros deben estar muy felices. Si las reglas del juego social se van a reescribir será para aumentar la interdependencia, es decir, para hacer imposible cualquier autonomía personal, real. Desde el punto de vista de Lluvia oblicua, la «sociodependencia» es una pandemia, al menos, tan peligrosa como la vírica.

¿Qué podemos aprender de esta crisis?

No mucho. Nada más, me temo, que nuevas formas de integración y obediencia. ¿Qué vamos a aprender si nadie toca el suelo con sus manos? Si la gente no se hace ya preguntas impertinentes, por miedo a quedarse sola, difícilmente se puede aprender algo radicalmente distinto a lo que ya sabíamos, esto es: que vivir es peligroso y por eso debemos morir a plazos en el vientre del espectáculo global. Como le teme a la realidad, esta sociedad no puede evitar frivolizarlo todo: ya hay mascarillas monísimas, a juego con la moda del verano.

Dice en Lluvia oblicua que rehuimos las preguntas difíciles que debemos hacernos. ¿Cuáles son en estas circunstancias difíciles?

Nos aterra sufrir, estar a solas con nada, tomar decisiones irrevocables, que algo nos duela, que algún día podamos morir… Pero sin todo esto, primario y carente de posible cobertura, la vida se convierte en una agonía lenta, por sonriente que sea. Nuestro «bienestar» es letal. Mire a su alrededor: jamás el prójimo ha sido tan misterioso, nunca estuvimos tan rodeados de zombis. Y esto no nació en el pasado invierno, viene de mucho antes. La alarma social de esta «pandemia» solo ha puesto la disculpa médica genial para cristalizar una obediencia de masas que viene de muy atrás y nos está matando lentamente. ¿Seguro que el Covid-19 es peor que quedarse sin trabajo, que la llamada «distancia social», que el languidecimiento de cualquier contacto personal? De Amazon a Google, las grandes empresas de tele-comunicación deben estar frotándose las manos.

¿Hemos entregado nuestra conciencia al Smartphone? ¿Y pueden piratearla con un algoritmo?

Hemos entregado nuestra alma a la interactividad del espectáculo colectivo. Vivimos bajo una especie de neo-estalinismo multicolor y democrático, un realismo socialista divertido que además pretende ser personalizado, adaptándose al aislamiento de cada uno como un guante o las mascarillas. En el fondo, estaríamos encantados con la esperanza de que un algoritmo complejo nos librase por fin de la pesada carga de existir, de una vida que, lo queramos o no, ha de ser única e intransferible ¿Por qué única? Porque cada vida está enfrentada a lo absoluto de la muerte, que nadie puede vivir por nosotros. Habrá vacuna para este virus, no la hay para la vida mortal.

Pensadores influyentes alertan del ocaso del liberalismo humanista. ¿Vamos en esa dirección?

Es muy posible que cualquier humanismo sea cada vez más difícil. Al fin y al cabo, el humanismo del pasado siglo creía en el absoluto que es cada existencia. Hasta el «marxismo» de Sartre era humanista en ese sentido. Ahora bien, ¿quién se atreve hoy a defender una radical autonomía de la existencia? Cuatro «románticos» a los que nadie hace caso porque nos invitan a tomar en serio la muerte, exactamente como la máxima potencia vital. Es demasiado para nosotros, que corremos en busca de un especialista cuando nos sale un granito en la cara.

La aceleración de la automatización, la inteligencia artificial y la bioingeniería proyectan un horizonte inquietante. ¿Estamos intelectualmente desarmados para afrontarlo?

No estamos desarmados, hemos olvidado luchar. Estamos entregados, con una nueva «servidumbre voluntaria», a una aceleración que nos ahorra todas las preguntas importantes. Mi libro sugiere que corremos para no tener destino, para que ninguna pregunta incómoda resuene en nuestras cabezas. En este sentido, el automatismo del estrés nos salva de nuestro demonio más temido, el misterio de lo real. Hemos depositado en un universo artificial, tecnológico y biogenético unas esperanzas de salvación que antes correspondían a la religión. Lo gracioso del caso es que, como se trata de una fe, nuestro credo social resiste todas las pruebas. Así pues, es de temer un aumento de la superstición tecnológica y científica como resultado de estos meses de confinamiento. Porque en el fondo no sabemos, no queremos vivir fuera de esta pandemia de la dependencia global. Queremos flotar en rebaño, mientras los expertos, los políticos y los comunicadores gestionan nuestra vida. Quien defienda algo distinto a esta religión nefasta del bienestar probablemente será acusado de negacionista o incluso violento.

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