Con La cocinera de Castamar (2019) nos deleitó con los exquisitos platos preparados por Clara Belmonte y las intrigas de palacio en la casa del Duque Diego Castamar. En el actual 2021, Fernando J. Múñez nos traslada a la Edad Media, a una Castilla dominada por la ignorancia y las supersticiones. Los Diez Escalones (Editorial Planeta) es una de las últimas recomendaciones literarias de Gatrópolis.

Los Diez Escalones es, de momento, tu última obra. En ella combinas los elementos de una novela de intriga con las reflexiones religiosas y filosóficas. Unos personajes poderosos crecen en una trama radicada en la Edad Media que se desarrolla en el marco de una abadía. ¿Sobre qué planteamientos surgió este proyecto?
El proceso creativo para llegar a la Edad Media fue igual que el de La cocinera de Castamar. Me interesan sobre todo los personajes. Lo importante es aprender el alma de ellos, y tener como una especie de idea muy germinal de lo que quiero contar. Una vez que tengo esto en la cabeza es cuando normalmente me surge la gran duda: ¿Esto dónde lo encapsulo yo? ¿En qué época? ¿Podría ser en una época actual? Lo primero que hago siempre es responder estas preguntas una vez que tengo las almas de los personajes principales. Y entonces busco aquellos conflictos en los que esas naturalezas tienen mayor calado. Y normalmente cuando encuentro esto, los propios personajes ya me van diciendo. Dependiendo de cómo sean ya sé que no sería lo mismo Los Diez Escalones a principios del siglo XIX que en el siglo XIII. Muchas cosas habrían variado en ese pensamiento escolástico, habría habido muchos concilios… habría cambiado todo. A partir de ahí me documento para que todo esté envuelto y me centro en lo que me interesa, que es la ficción, pues no deja de ser ficción histórica. Esto es en cuanto al proceso creativo.
Y ahí nació Los Diez Escalones…
En concreto, esta novela tenía como premisa ese homenaje a El nombre de la rosa. Uno dice de repente, Medievo, abadía, crímenes… (risas). Ya puedes hacer lo que quieras pero El nombre de la rosa ya está aquí. Y entonces lo que voy a hacer es coger esto como punto de partida: el imaginario de lo que es la novela inconmensurable de Umberto Eco, y también diría el de Jean-Jacques Annaud, director de la película, y tenerlos como punto de partida para tener esos ambientes bien fijados. Pero a partir de ahí me dispongo a contar mi propia novela. Cuando la leí me influyó mucho, igual que otras muchas novelas.
La influencia de otros escritores y obras anteriores es siempre positiva para una buena creación, como en este caso ha sido la genial obra de Umberto Eco, El nombre de la rosa.
Al final, la literatura, por lo menos entre los autores y en mi caso concreto, es una conversación. Los libros tienen esa magia. Poder oír a otros autores que escribieron hace muchos años, que te comunican desde su tiempo cómo veían las cosas. Como si lees a Charles Dickens o a Jean Austen o a Baudelaire. Cuando lees, inevitablemente estás teniendo ese lenguaje. Unas cosas se te pegan al cuerpo y sientes que te han transformado, porque la literatura tiene ese poder, el de inspirar, transformar a la gente… Pero a la vez ha de entretener, algo que a veces olvidamos.
Empezaste a escribir y a publicar siendo un adolescente en el ámbito de la literatura infantil y juvenil. La cocinera de Castamar (2019) supuso tu debut, digamos, en la literatura para adultos. Y Los Diez Escalones es tu segunda experiencia. ¿Cómo ves y cómo digieres esto de distinguir la literatura por edades?
No estoy muy de acuerdo con esta separación. Es verdad que cuando escribes literatura infantil tienes que adecuar el lenguaje al lector que tienes delante. Es más, a veces puede ser bastante más complicado escribir para niños que para adultos. Con estos cuentas con todas las herramientas. Puede ser que la gente piense que se simplifica la literatura y es más fácil escribir para niños. Siempre digo que entonces alguien lea El principito y verá las múltiples capas de la cebolla y las cargas de profundidad que tiene ese libro. Y cuando coges a Ende, por ejemplo, pasa lo mismo, cuando lees La historia interminable. Hacer categorías está bien para entendernos en un discurso coloquial. El mercado lo necesita para que el lector sepa qué se va a encontrar. Pero cuando quieres hacer un discurso de calado tienden a estorbar. Hay que profundizar en las ideas y partir de ellas. El nivel de la literatura no depende de todo esto, porque hay buena y mala en la escrita para niños y para adultos.
En relación con la adaptación de La cocinera de Castamar a una serie de TV por Antena 3 he leído unas declaraciones tuyas en las que decías algo así como que la calidad de las novelas no se debe valorar sólo por pasar a un formato audiovisual, sino por ellas mismas.
Yo creo que los libros tienen que encontrar su propio espacio. Su éxito, que sea capaz de inspirar a quien lo lea, que influya en él, tiene que ver con la literatura que haya dentro. Tiene que ver con la novela en sí misma. Su público está formado por lectores, no por televidentes ni espectadores de cine. Son vasos comunicantes. Entre ellos tienen un diálogo desde hace mucho tiempo, y muy sano. Pero se confunde el éxito comercial en el sentido de ventas con la calidad. Estas cosas es mejor separarlas. La calidad de un libro se encuentra leyéndolo. Y luego uno puede hacer una buena adaptación a otro lenguaje; en este caso audiovisual. Por ejemplo, El Padrino, de Mario Puzzo, o la misma de Jean Jacques-Annaud de la que hemos hablado, El nombre de la rosa. El lenguaje audiovisual también requiere de televidentes o espectadores para que sea bueno. Y esto hace que cada mundo tenga su espacio. Que se comuniquen está muy bien. Y hay veces que las inspiraciones de un buen libro pueden dar obras audiovisuales que no se parezcan a él pero sean magníficas, como la adaptación de Francis Ford Coppola de Drácula; me parece maravillosa. Y habrá gente a la que no le guste. Creo que la adapta muy bien. La historia de amor que tiene Mina con Drácula es fundamental en la película, y en la novela no existe. Lo importante es que las calidades de cada uno de los ámbitos no tienen que estar refrendadas con un éxito determinado ni porque se intercambien de uno a otro.

Me gusta la capacidad que tienes para ambientar, para crear atmósferas, para generar esa fotografía más propia de lo audiovisual. Tanto en La cocinera de Castamar como en Los Diez Escalones lo logras muy bien.
Intento crear atmósferas. Para ubicar a quien no haya leído Los Diez Escalones, comienza con un personaje llamado Alvar León de Lara, cardenal obispo de la curia papal, que recibe un mensaje de su mentor y maestro, don Rafael. Le dice que necesita hablar urgentemente con él. Ha descubierto algo que se llama Los Diez Escalones. Él no quiere regresar porque tiene muchas heridas. Abandonó aquella abadía de Urbión donde se crió, separándose del amor de su vida, Isabel. Y aun así regresa. Al día siguiente de ello se produce una tragedia, con una gran una historia de amor que vertebra la historia detectivesca que hay por dentro. Esta es como la sinopsis. Pero si no la aderezamos nos quedamos en el esqueleto. A mí me gusta crear la atmósfera. Porque si no la creas, dejas desnudos a los personajes. Debe ser parte de la obra, como la piel. En la novela se habla de los ruidos de la abadía, las campanas cuando suenan, cómo cruje la nieve… la atmósfera en sí. La niebla, la tormenta que está acechando… Y en el castillo de Sancho pasa lo mismo. Los perros que están comiendo la carne… Me gusta crear la atmósfera porque es donde los personajes brillan más. Como si les pusieras un fondo con textura y lo iluminaras. En La cocinera de Castamar sucede lo mismo en la cocina. La atmósfera se crea, pero se hace añadiendo a esas descripciones, desde mi punto de vista, una carga de significado. En la abadía, igual que en Castamar con los salones señoriales, todo está cargado de significado. No sólo desde el punto de vista de los personajes, sino en sí mismo. El refectorio donde se come leyendo la regla o la sala capitular donde se reúne el abad con la comunidad, o la iglesia donde cantan, tienen un significado. La abadía es ese lugar monótono donde todo ocurre de una determinada forma, secuencial, con las horas canónigas. Tiene la carga de recinto espiritual, aislado del mundo. Y a esa última atmósfera y a esa carga de significado específico del sitio se les añade la interpretación.
En Los Diez Escalones nos sitúas en una época en la que la ignorancia y el miedo a la ira de Dios marcan la pauta. Sin embargo, estos temores no evitan que lacras unidas desde siempre a la humanidad estuvieran tan latentes, como el racismo, la intolerancia religiosa, el maltrato y el desprecio a las mujeres…
Es cierto lo que dices. Partiendo del comentario que haces sobre el Medievo, es ese el mundo de la superstición. El vulgo era normalmente analfabeto. Entendía el lenguaje que le era traducido a través de aquellos que sabían leer. El resto era un lenguaje muy simbólico que se apreciaba de una forma que nosotros no podríamos hacerlo. Los símbolos que había en un claustro eran captados por el vulgo de una manera automática. Existía mucha ignorancia. Y por otra parte estaba el erudito que sí sabía leer, que estaba en la abadía, o en las universidades enseñando teología, por ejemplo. Se piensa mucho sobre Dios. Sobre su naturaleza, su dignidad, y cómo eso afecta a lo racional. Hay una lucha casi constante entre los dogmas, que te dicen que tienes que pensar de una u otra manera. El mundo de contrastes que tenía el Medievo me venía muy bien para mostrar que esos contrastes también están en nuestro mundo actual. Somos herederos históricos de esos momentos. De esa forma planteo algunas de esas contradicciones, como el racismo. Rechazar a alguien por el color de su piel está fuera de toda lógica. Esto que es de sentido común no lo entendemos los humanos. Y sigue pasando. En el caso de Los Diez Escalones me interesaba mucho lo que era la intolerancia. Toda la historia que tiene Alvar con Mario dentro de la abadía, la investigación, los crímenes, el motivo por el que se dan, todo eso, la historia de amor con Isabel, el personaje de Sancho, todo eso es la historia que va por encima para dejar por debajo una estructura que tiene que hablar sobre la intolerancia. Y en principio sobre la religiosa y los malos tratos. Estos dos niveles aparecían también en Castamar. Estaba la historia de Clara y Diego, la polifonía de historias que había, las intrigas cortesanas, para hablar de todo lo que había en el XVIII y suscitar un poco la reflexión sobre cuánto hemos cambiado realmente.
A la hora de escribir algunas tramas tan duras y tan realistas como las que aparecen en la novela, ¿cómo se aisla la persona del escritor?
Sí (risas). En algunos momentos cuesta mucho. En ese sentido hago la analogía con un actor cuando ha de interpretar a un asesino en serie, por ejemplo. Bardem interpreta a un asesino en No es país para viejos; obviamente, él no lo es. Y en esa película es terrorífico verlo. A los escritores nos pasa un poco lo mismo. En cuanto a los malos tratos, el personaje de Sancho, el escribir sobre este personaje… Bueno. Es un verdugo. Es un hombre acostumbrado a matar musulmanes en la frontera, a atesorar riquezas, que trata a su mujer como a una extensión de esas riquezas, como algo que le pertenece. Además, le veja, la viola, la utiliza. Y hay un momento en que le dice: “¿Quieres huir?, vete si quieres. Si te voy a encontrar. Vayas adonde vayas, cuando te vean sin un marido, nadie va a pensar que tú no me perteneces”. ¿Qué hemos cambiado? Afortunadamente, por lo menos al maltratador se le señala. Ya hay alguna conciencia sobre esto. Entendemos que es una lacra social. Pero entonces no existía siquiera ese concepto. E Isabel es una mujer abandonada por todos, por su padre en manos de su maltratador, por la Iglesia porque no la protege, por Alvar por lo que ocurrió, que se tuvieron que separar… Es abandonada un poco por todo el mundo. Durante 20 años ha soportado esas palizas, ese terror, ese dolor, y está sometida, completamente anulada. Pero su coraje sigue ahí. Es una mujer que tiene latente ese coraje. Cree que ha sido destruido, pero cuando vuelve a tener esa pequeña llama es capaz de hacer algo heroico, fuera de orden, extraordinario, que es salir por sí misma de ese ciclo de violencia. Las mujeres actualmente necesitan de ayuda para salir de la violencia. Ella cuenta con la ventaja de que no se casó enamorada. Casarse y darse cuenta después de que la persona de la que estaba enamorada es un maltratador debe de ser aún más duro. Por eso, quizás, está la dificultad de salir. Me interesaba contar toda esa estructura para hacer hincapié en esto, suscitar esta reflexión.
En la novela, los personajes están condicionados por el miedo a ir al infierno cuando mueran. Lo curioso es que ese temor irracional les lleva a malvivir ya en un infierno terrenal, como le pasa a Isabel. Esa fe desproporcionada y llena de supersticiones anula las posibilidades de huir de una vida mala.
Por supuesto. Sí, sí. Una de las cosas que más me gustan de Isabel es que no es una mujer que se empodere ad hoc. Es mujer y la vamos a empoderar por ello, no. Se empodera sobre la base de su propio tiempo. Sigue pensando como lo hace una mujer del Medievo. Sigue temiendo al infierno, es cristiana y muy devota. No es una mujer actual. La religión empapaba todo el Medievo. No había nadie que no fuera religioso. El común colectivo era Dios, y lo era la religión. Y me interesaba que desde esa óptica Isabel se propusiera cortar con su situación. Ni Dios ni nadie. Tenía que salir por sí misma. Bajo la idea que tenía de la sociedad en la que vivía tenía que cambiar. «Y si me matan, que me maten, pero lo cambio».
Demasiadas veces se ha usado el nombre de Dios para justificar la maldad del ser humano. Alguna vez Dios se rebelará y dirá que dejemos de acordarnos de él para hacer el mal a los demás.
(Risas). Efectivamente. Porque al final creo que si hay una figura salvaguardada, no sólo según mis planteamientos, sino a través de muchos teólogos, es la de Jesús. Esa contraposición entre la Iglesia y Jesús, maneras de hacer cosas que son diferentes. Tampoco he pensado que Los Diez Escalones tenga que ser una crítica per se a la Iglesia en ese sentido. Todo lo contrario. De hecho, la figura de Jesucristo queda salvaguardada. El Jesús histórico hizo una serie de cosas de las que difícilmente alguien pueda decir algo negativo. Siempre me ha fascinado su figura, y si tuviera que conocer a alguien histórico, ese sería Jesús, por encima de todos. Querría conocerlo porque el mensaje que tiene detrás, el de “amaos los unos a los otros como yo os he amado”, es tan sencillo que decirlo en un momento en el que en Roma se crucificaba gente, que era un mundo bárbaro, brutal, salvaje, podría generar diversas interpretaciones. Pero cuando uno la oye entiende perfectamente lo que quiere decir. No hace falta ir a estudiar a Oxford ni ser un erudito. Esto a mí me fascina. Es un mensaje que ha cruzado casi 2000 años, así (chasquea los dedos), y sigue intacto en el fondo. Es lo que decías antes. Se ha interpretado de diversas formas, se ha hecho guerras santas, se ha hecho de todo… pero al final el mensaje sigue siendo el mismo. Y a mí esto me fascina, me fascina… Me sorprende, me admira.
¿Qué supone para el autor de Los Diez Escalones el personaje que acapara mayor protagonismo, el cardenal Alvar León, un cardenal de la curia papal que regresa a su pasado castellano y se convierte en un detective improvisado, obligado por las circunstancias?
Alvar es un buen hombre. Representa varias cosas. La primera es ese conflicto que había en el Medievo entre fe y razón. Aquello de la doble verdad: «entiendo que los dogmas que me dice la Iglesia católica son verdad pero hay algunas cosas que la razón no admite». Él es el heredero de esto. Casi diría que es el reflejo de este mundo. Tiene sus propias diatribas internas. Pero, sobre todo, creo que él está parametrizado por varios pilares, como el del pensador crítico que es. Calla ante aquellas cosas que no conoce. Escucha antes de hablar. Quiere saber. Tiene curiosidad innata. Pero a la vez, cuando tiene que hablar lo hace de lo que conoce manteniendo siempre la duda razonable de que puede estar equivocado. Hay varias conversaciones donde desvela esto a Mario. Y a la vez siempre mantiene esa duda socrática, el declararse ignorante frente a lo que no conoce para poder aprender. Esta es la base cuando se enfrenta a todos los enigmas. Siempre actúa de la misma forma. Nunca se cierra directamente ante una opción. Hasta que no tiene datos palpables no concluye las cosas. Y, además, es una persona empática. Tiene la capacidad de ponerse en las situaciones de otros. Su empatía y su pensamiento crítico forman la base de su fundamento.
Fotografía de portada de Miguel Garrote.