Rodrigo Cortés ha estado en Sevilla, en el 18 Festival de Cine de la capital andaluza. Y lo ha hecho para presentar El amor en su lugar, una exquisita película inspirada asimismo en una historia real ocurrida en 1942 en el gueto de Varsovia, la de un grupo de actores que representan una obra de teatro en plena ocupación alemana.
El amor en su lugar es un capítulo concreto, uno más, y prácticamente desconocido de la Segunda Guerra Mundial: la representación en el gueto de Varsovia de una obra de teatro de Jerzy Jurandot. ¿Cómo te llega este proyecto y qué es lo que te llama la atención para involucrarte en él?
El borrador original es de David Safier, el célebre escritor alemán. En una de las investigaciones de sus obras dio con la historia de esta obra que se representó, de verdad, dentro del gueto en el año 42, con un gran éxito. Y compuso un primer borrador imaginando la historia de un grupo de actores que tuvieran que representarla, como homenaje a aquellos que lo hicieron de verdad. Cuando leí este primer borrador a través del productor de la película, de uno de ellos, Adrián Guerra, que trabaja conmigo desde Buried, me encontré con una historia muy difícil de manejar. Y que me pareció, por tanto, lo suficientemente insensata como para atraer mi atención. Porque no parecía del todo buena idea. Antes de decidirme por la reescritura, me puse a investigar mucho sobre el gueto, y a leer lo que se había escrito dentro de él entre el 42 y el 45. No quise leer cosas posteriores porque la Segunda Guerra Mundial se ha literaturizado mucho con el tiempo. Sino la confusión que había dentro. Versiones completamente distintas de gente que se delataba, y mucho ruido que es completamente humano. Y es cuando me decidí a abordar la reescritura. Y el patrón al que me acogí, del mismo modo que en Buried le encendí las velas a Hitchcock, fue Billy Wilder. Él, con ese pesimismo casi antropológico, pero muy divertido a la vez, casi envenenado, y a la vez con ese espíritu romántico profundo que tenía, porque era un gran romántico no confeso. Y es cuando empecé a escribir todos estos diálogos, que debían ser rápidos, inteligentes, pero a la vez amargos, divertidos y terribles, y a trabajar con personajes que ya no debían ser buenos o malos, sino seres humanos en una situación muy jodida, que por encima de todo quieren vivir media hora más.
Se podría decir que, al final, la representación de la obra sirve de tapadera para ocultar los planes de fuga que se están gestando, ¿no?
Sí, es el corazón de las cosas. La obra no tiene nada que ver con la historia. La obra es lo que ellos hacen. Y es luminosa, es divertida, es alegre, está llena de bailes y canciones, y sin embargo, lo que sucede alrededor de los actores que la interpretan y tienen que ocultar es terrible, denso humanamente, está lleno de tensión. Pero la historia real y la obra empiezan a fundirse poco a poco hasta ser indistinguibles. Llega un momento en que los personajes se expresan entre sí a través de la obra, de los diálogos de sus personajes, que adquieren una dimensión completamente distinta. Ese juego de espejos era una de las partes más difíciles de articular. Porque a los actores también les exigen cambiar su registro interpretativo constantemente. La película sucede en tiempo real. Durante 94 minutos no hay elipsis temporales, ni saltos narrativos, y por lo tanto tenemos que entrar y salir de la obra continuamente. Y los actores tienen que cambiar radicalmente sus registros interpretativos.
Y, además, con muchos planos secuencia…
Y, claro, además con planos secuencia. Precisamente para poder vivir esto. Si se hubiera hecho con muchos cortes constantes, de alguna manera lo sentirías todo más domesticado y manipulado. Pero cuando recorres el teatro, con dos personajes que están discutiendo, que tienen que tomar una decisión a vida o muerte, pero les toca salir y sin importar el plano sales con ellos a escena, en un teatro abarrotado, empiezan a bailar, a cantar… y el público ríe, y sin cortar el plano los devuelves a las bambalinas, cae el telón y se les borra la sonrisa en el acto, hay algo que te hace vivir la historia en primera persona y que toda la física de la película pase por ti como espectador.
Esa fusión que comentas entre lo real y la ficción da lugar a dos historias de amor, la que se representa en la obra y la que realmente ocurre entre los actores.
Es así, es así… Tienes un dilema dentro y uno fuera. El dilema de la escena está planteado de forma desenfadada, alegre, aunque habla del propio drama del gueto. Porque aquella tuvo tanto éxito porque hablaba del propio gueto. Hablaba de cómo la gente era obligada a compartir en muy pocos metros cuadrados el espacio, aunque la obra se viva de forma de sainete casi divertido. La obra habla de la muerte, del frío, la corrupción… de una manera desenfadada. Pero lo que está sucediendo fuera, esa historia de amor, es real. Y también exige un dilema. Y ese dilema se expresa en términos mucho más hondos de los que se ven en la obra teatral. Aunque al final los dos coinciden y acaban expresando una única verdad.
¿Se podría decir que es la exaltación de la alegría contra, fundamentalmente, el miedo? Queda muy bien expresado ese ambiente de pánico y tristeza que hay entre el público que asiste a la obra.
En el fondo es un acto de evasión. Olvidan su realidad durante dos horas. Pero aparece un elemento que te lo recuerda y la realidad irrumpe en el teatro con la fuerza de un hachazo. Y se acabó la fiesta. Aunque traten de recuperarla poco a poco. Y eso tiene mucho que ver con el teatro, la propia función del teatro y con el propio espíritu que anima a los actores de teatro. En cualquier circunstancia. Y es que la obra hay que hacerla. Se muere tu padre pero ya llorarás mañana. Esta noche hay función. Te rompes la pierna y ya veremos cómo lo hacemos, pero hay función. Un actor tiene gripe y sale porque hay función. O se va la luz del teatro y sacan velas y lo hacen hablando más alto porque hay que hacerlo. Ese compromiso absoluto por el aplauso, que es tan bonito, como terrible, se manifiesta de forma perfecta en este océano de tinieblas. En estas circunstancias tan improbables que son tan, a priori, poco adecuado para una representación teatral. Y aun así, se ríen y lo hacen porque la obra hay que representarla.
La fotografía de Rafa García y la música de Víctor Reyes son más que complementos de la película. Son esenciales, como si fueran unos personajes más. Ambos elementos ayudan a vivir la película con una gran tensión.
Claro. El trabajo de Víctor Reyes como compositor es doble. Por un lado, es el compositor de la banda sonora de la película que, como dices, guía la experiencia emocional del espectador. De forma cruda. Además, con un conjunto de cámara muy desnudo que renuncia a todo tipo de efectismos. No hay vibratos, las cuerdas son planas y rugosas, no hay reverberaciones amables… Y, a la vez, es el compositor de las canciones que ha habido que recrear. Y genera canciones en la tradición del teatro escénico de los años 30. Ha sido como varios compositores a la vez. Ha hecho un trabajo único porque, efectivamente, la música es un personaje.
Y lo mismo sucede con la luz. Esa luz plomiza, que lo rodea todo, esa luz densa, que obliga a trabajar al ojo, entre bastidores… Esa luz que se convierte en dorada y mágica y, sin embargo, cuando los actores salen a escena se crea esa pequeña isla de magia… Pero, además, es una iluminación muy difícil porque hay planos muy muy largos. La película empieza con un plano de quince minutos, sin cortes. Hay planos de siete-ocho minutos en los que la cámara gira y lo muestra todo. Y, por tanto, es muy difícil, porque no hay dónde esconder las luces. Así que conseguir esa flexibilidad, pero que encima la fotografía sea tangible y tenga textura y sea hermosa, es doblemente complicado.
Fotografía de portada de Patricia del Zapatero.